domingo, 7 de julio de 2019

Friburgo de Brisgovia, Alemania


 El viaje comenzó en una mañana brumosa, cuando nos dirigimos hacia Friburgo, la joya oculta de la Selva Negra en Alemania. La emoción se mezclaba con la anticipación mientras el nuestra camper serpenteaba a través de verdes valles y colinas cubiertas de bosques densos, susurrando secretos antiguos en cada curva.

Al llegar, nos recibió la majestuosidad de la Catedral de Friburgo, su torre gótica elevándose imponente hacia el cielo, como un guardián del tiempo. Sus vitrales iluminados por la luz del sol nos sumergieron en un caleidoscopio de colores, cada fragmento narrando historias bíblicas y leyendas locales. Al subir la estrecha escalera de la torre, nuestros corazones latían con fuerza, no solo por el esfuerzo, sino por la expectativa de la vista que nos aguardaba. Desde lo alto, Friburgo se desplegaba ante nosotros, un tapiz de tejados rojos, calles adoquinadas y frondosos árboles.

Descendimos de la catedral y nos adentramos en el casco antiguo, donde cada calle parecía sacada de un cuento de hadas. Los Bächle, esos pequeños canales de agua que cruzan las calles, murmuraban historias de antaño mientras los atravesábamos. La Münsterplatz, con su vibrante mercado, nos ofrecía un festín de aromas y colores. Probamos salchichas bratwurst y pan recién horneado, cada bocado era una delicia que celebraba la tradición y la hospitalidad de la región.

Deseosos de explorar más allá de la ciudad, nos aventuramos hacia el monte Schauinsland. Tomamos el funicular, el más largo de Alemania, y ascendimos lentamente, dejando atrás la civilización y adentrándonos en un mar de verdor. En la cima, el aire fresco llenaba nuestros pulmones y la vista panorámica de la Selva Negra nos dejaba sin aliento. Los senderos nos invitaron a explorar, y cada paso nos acercaba más a la esencia pura de la naturaleza. Los pinos susurraban al viento y, por un momento, sentimos que el tiempo se detenía. 

De vuelta en la ciudad, visitamos el Augustinermuseum, un refugio para el arte y la historia. Las obras maestras góticas y renacentistas nos envolvieron en un aura de asombro y reverencia. Las esculturas y pinturas, cargadas de simbolismo y emociones, nos transportaron a épocas pasadas, permitiéndonos conectar con las almas de los artistas que las crearon. La serenidad del lugar, combinado con la profundidad de las piezas exhibidas, nos brindó un momento de introspección y admiración.

La noche trajo consigo una nueva cara de Friburgo. Las tabernas y cervecerías locales, como Martin's Bräu, nos ofrecieron la oportunidad de saborear cervezas artesanales mientras escuchábamos las risas y las conversaciones animadas de los locales y turistas por igual. Las luces tenues y el ambiente acogedor nos envolvieron en una sensación de pertenencia, como si siempre hubiéramos sido parte de esta encantadora ciudad.

Nuestro último día en Friburgo fue una mezcla de melancolía y gratitud. Paseamos una vez más por sus calles, despidiéndonos de cada rincón con una promesa de regresar. El eco de nuestros pasos en los adoquines parecía resonar con una sinfonía de despedida, un adiós que no era final, sino un hasta luego.

El viaje a Friburgo fue más que una visita; fue un encuentro con la historia, la naturaleza y la esencia misma de la vida. Cada lugar que visitamos nos dejó una huella indeleble, una memoria que llevaremos con nosotros siempre. Y así, mientras nuestra camper nos alejaba de la ciudad, sabíamos que una parte de nuestro corazón siempre permanecería en Friburgo, esperando el día en que volvamos a encontrarnos.












Si crees que puedes, ya estas a mitad de camino.





Tirar la basura fue peor que meterse un palo por un ojo.




Reciclar no es una moda, es una necesidad colectiva.

 
 



Los buenos caravaneros, meamos en las gasolineras y nos bañamos en los ríos.


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