jueves, 30 de mayo de 2024

Medinaceli, Soria, Castilla y León, España

El sol apenas asomaba por el horizonte cuando emprendimos nuestro cuarto viaje en camper a Medinaceli, por ser una encrucijada de caminos para destinos diferentes. Las primeras luces del alba teñían el cielo de un tono rosado, prometiendo un día perfecto para la aventura. Habíamos estado allí tres veces antes, pero algo en ese antiguo pueblo nos atraía de nuevo, como un imán que nunca pierde su poder.

Mientras conducíamos por las serpenteantes carreteras de la meseta, el paisaje se transformaba lentamente. Los campos dorados de trigo y cebada ondeaban suavemente con la brisa matutina, y aquí y allá, se veían pequeñas colinas salpicadas de encinas. El viaje, aunque largo, era parte del encanto; cada kilómetro recorrido era un paso más hacia el reencuentro con la tranquilidad y la historia.

Al acercarnos a Medinaceli, la silueta de la villa se perfilaba majestuosamente en lo alto de su cerro. Las antiguas murallas romanas y el imponente arco de Medinaceli, de pie desde tiempos inmemoriales, nos daban la bienvenida como viejos amigos. Aparcamos la camper en un pequeño claro, desde donde se podía ver el vasto valle extendiéndose hacia el infinito.

Decidimos empezar el día con un paseo por las estrechas calles empedradas del casco histórico. Cada rincón de Medinaceli parecía contar una historia: desde las ruinas del castillo hasta la plaza mayor con su fuente de piedra y sus casonas medievales. Los balcones de hierro forjado adornados con flores de colores vibrantes añadían un toque de vida al austero paisaje.

El aire estaba impregnado de una paz serena, solo interrumpida por el ocasional canto de un pájaro o el susurro del viento. En la plaza, nos detuvimos en un pequeño café que habíamos descubierto en nuestro primer viaje. Allí, bajo la sombra de una antigua parra, disfrutamos de un desayuno sencillo pero delicioso, con pan recién horneado, aceite de oliva y tomates de la región. Los lugareños, amables y curiosos, compartieron con nosotros historias y leyendas de la zona, añadiendo una capa de profundidad a nuestra experiencia.

Por la tarde, exploramos los alrededores de Medinaceli. Visitamos la ermita del Humilladero, un lugar de recogimiento que ofrecía unas vistas espectaculares del paisaje circundante. También nos aventuramos hasta la antigua necrópolis romana, donde las tumbas talladas en la roca nos recordaban la efímera naturaleza de la vida y la perdurabilidad de la historia.

El sol comenzaba a descender cuando regresamos a nuestra camper. Decidimos preparar una cena sencilla con los ingredientes que habíamos comprado en el mercado local: queso, embutidos, pan y vino. Nos sentamos frente a la camper, disfrutando de la comida mientras el cielo se teñía de tonos anaranjados y púrpuras.

La noche cayó suavemente sobre Medinaceli, y un manto de estrellas cubrió el cielo. Nos arropamos en nuestro edredón y contemplamos la inmensidad del firmamento, sintiéndonos infinitamente pequeños y, al mismo tiempo, profundamente conectados con el lugar y entre nosotros.

Nuestro cuarto viaje a Medinaceli había sido, una vez más, un retorno al pasado, una conexión con la naturaleza y una celebración de la simplicidad de la vida. Cada visita nos dejaba con un deseo renovado de volver, sabiendo que siempre habría algo nuevo por descubrir en este rincón mágico de España.


La tragedia de la vida, es que nos hacemos viejos demasiado pronto y sabios, demasiado tarde.


El peligro de la felicidad es el mismo que el de la desdicha, siempre creemos que las merecemos por igual.


Todo lo que hay que decir ya está dicho, pero como nadie escucha, hay que decirlo todo de nuevo.





Hay un solo derecho humano básico, el derecho de hacer lo que te plazca, pero con ese derecho viene también el único deber humano, el de aceptar las consecuencias.


El mundo por un agujero, desde el cielo de Medinaceli.



El majestuoso arco del S.I de Medinaceli XXI siglos nos contemplan como si tal cosa.

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