viernes, 27 de septiembre de 2024

Arlés, Francia

 La camper rodaba por las llanuras abiertas de la Camarga, donde el aire olía a sal y a hierbas silvestres, y las aves surcaban el cielo en bandadas. El viaje hacia Arles estaba cargado de una expectativa diferente, aquí no solo nos esperaba la belleza natural de la Provenza, sino también un lugar impregnado de historia, arte y cultura. La luz dorada del sur de Francia iluminaba nuestro camino, y a medida que nos acercábamos, las antiguas murallas de la ciudad comenzaron a perfilarse en el horizonte.

Al llegar, estacionamos la camper cerca del río Ródano, que fluía con calma como un testigo eterno del tiempo. Arles nos recibió con una mezcla de pasado y presente, donde las calles adoquinadas llevaban nuestros pasos hacia tesoros de la antigüedad y rincones llenos de vida contemporánea.

Nuestra primera parada fue el imponente anfiteatro romano, una joya que hablaba de la grandeza de una época pasada. Subimos hasta las gradas más altas, desde donde la vista abarcaba no solo el interior de la arena, sino también los tejados de la ciudad y las colinas lejanas. Nos imaginamos los espectáculos que una vez llenaron este lugar de rugidos y aplausos, y por un momento, fue como si el tiempo se hubiera detenido.

Desde allí, seguimos explorando el casco antiguo, donde cada esquina parecía tener una historia que contar. Visitamos las Termas de Constantino, un recordatorio de cómo los romanos combinaban funcionalidad y belleza en su vida cotidiana. Luego, paseamos por las estrechas calles donde los colores cálidos de las fachadas y las contraventanas pintadas se mezclaban con el aroma del café y las flores.

No podíamos dejar de visitar el Espace Van Gogh, un tranquilo patio lleno de flores que alguna vez fue el hospital donde Vincent van Gogh permaneció y pintó algunas de sus obras más icónicas. Nos quedamos un rato, observando cómo la luz del lugar, tan característica, parecía reflejarse en los colores vibrantes que el artista capturó en sus lienzos.

La Catedral de San Trófimo fue otro punto destacado de nuestra ruta. Su fachada, llena de esculturas intrincadas, nos dejó sin palabras, y el interior nos ofreció un momento de quietud y asombro. Caminando por el claustro, sentimos la serenidad que emanaba de sus paredes de piedra, un refugio perfecto del bullicio exterior.

Para la tarde, cruzamos un puente hacia la ribera del Ródano, donde disfrutamos de una comida al aire libre con productos locales,  aceitunas, queso de cabra, y una baguette crujiente. Desde allí, contemplamos cómo el sol comenzaba a descender, tiñendo el río de tonos dorados y reflejando la magia del sur de Francia.

Al caer la noche, Arles se transformó en un lugar aún más encantador. Las luces cálidas iluminaban las plazas y calles, y el murmullo de conversaciones llenaba el aire. De vuelta en la camper, estacionada cerca del río, escuchábamos el susurro del agua mientras el cielo se llenaba de estrellas.

En Arles, el pasado y el presente convergen de manera única. Cada piedra, cada rincón, parecía contar una historia, y nosotros, como viajeros, nos sentimos parte de esa narrativa. Al cerrar los ojos, la ciudad seguía vibrando en nuestra mente, un recuerdo imborrable de arte, historia y belleza atemporal.


















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