En el verano en que el sol parecía más dorado que nunca y los mapas susurraban promesas de aventura, tomamos una decisión sencilla pero poderosa, llenar la camper, poner la música que nos hacía cantar sin pudor y seguir la carretera hacia el corazón de Hungría. El destino, el majestuoso lago Balatón, un espejo turquesa en medio de colinas suaves y viñedos soñadores.
Las ruedas de la camper mordían el asfalto con ritmo constante, llevando consigo risas, eternas, y un aire de libertad que sólo se siente al despertar cada mañana con un paisaje distinto tras la ventana. Durante el trayecto, hubo pueblos pintorescos donde nos deteníamos a probar miradores secretos, y conversaciones a la luz de las estrellas.
Y cuando por fin el lago apareció, vasto y brillante como una promesa cumplida, supimos que todo valía la pena. El agua nos abrazó como si nos estuviera esperando, y las tardes se deslizaron entre baños, siestas al sol y cenas improvisadas con vistas de postal.
Cada rincón del Balatón fue testigo de ese pequeño gran viaje: donde no importaba el lujo, sino la conexión. Con el mundo. Con el momento. Con nosotros mismos.
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