En un rincón del noreste italiano, donde los Alpes se alzan como centinelas de piedra y el tiempo parece fluir más despacio, emprendimos nuestro viaje, rumbo a Udine, en nuestra fiel camper, que ya llevaba consigo el aroma de las rutas pasadas y el café de las nuevas mañanas.
La carretera fue un despliegue de belleza: colinas cubiertas de viñedos, pueblecitos detenidos en el tiempo, y un cielo tan amplio que nos hacía sentir pequeños y libres a la vez. Cada curva nos traía un nuevo motivo para sonreír, canciones cantadas a pleno pulmón, silencios cómodos, paisajes que nos dejaban sin aliento.
Udine nos abrió los brazos con su serenidad elegante. Paseamos por la Piazza Libertà, que parecía pintada por un artista renacentista. Subimos hasta el Castello di Udine, y desde allí contemplamos cómo la ciudad se extendía a nuestros pies, con sus tejados rojizos, sus torres, y las montañas acariciando el horizonte.
Brindamos con vinos locales en tabernas que sabían a historia, descubrimos la Loggia del Lionello, una joya gótica donde cada detalle hablaba del pasado… y cuando la noche cayó, Udine se iluminó como una promesa suave, como un lugar que no se visita, sino que se guarda dentro.
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