La camper ascendía lentamente por las curvas de la montaña, mientras los valles verdes se extendían bajo nosotros. El cielo despejado parecía guiar nuestro camino hacia la Abadía de Montecassino, un lugar cargado de espiritualidad y resiliencia. Habíamos leído sobre su importancia histórica y religiosa, pero nada podía prepararnos para la serenidad que impregnaba el aire mientras nos acercábamos.
Estacionamos la camper en un mirador cercano, desde donde la vista era simplemente impresionante. Desde allí, la abadía, con sus muros blancos brillando bajo el sol, parecía un faro de paz en lo alto de la montaña.
Al cruzar sus puertas, fuimos recibidos por el eco del silencio y la grandeza de su arquitectura. Fundada por San Benito en el siglo VI, Montecassino ha sido destruida y reconstruida múltiples veces, pero siempre ha resurgido con una fuerza inquebrantable. Recorriendo los pasillos, nos detuvimos en la iglesia abacial, una maravilla de arte barroco que se alzaba en un juego de luz y sombras, con frescos que contaban historias de fe y esperanza.
Bajamos a la cripta, un espacio sagrado donde reposan los restos de San Benito y su hermana, Santa Escolástica. La atmósfera allí era solemne, y el tiempo parecía detenerse mientras contemplábamos el detalle de los mosaicos dorados que adornaban las paredes.
Después de un tiempo de introspección, salimos al claustro, un oasis de calma rodeado por arcos de piedra. Desde allí, la vista del paisaje circundante era tan impresionante como el interior de la abadía. Nos sentamos un momento, dejando que la brisa nos acariciara, mientras intentábamos asimilar la profundidad de este lugar que ha sido un símbolo de resistencia, no solo para la religión, sino para toda la humanidad.
Antes de partir, visitamos el museo de la abadía, que narra las múltiples destrucciones y reconstrucciones sufridas, siendo la más reciente tras los devastadores bombardeos de la Segunda Guerra Mundial. Fotografías y artefactos rescatados nos conectaron con la historia moderna de este lugar, donde las cicatrices de la guerra conviven con su mensaje eterno de paz y reconciliación.
De regreso en la camper, estacionados en un punto elevado, preparamos una cena sencilla: pan rústico, quesos locales y frutas frescas. Mientras la luz del atardecer pintaba de tonos dorados la abadía en la distancia, nos sentimos profundamente agradecidos por haber visitado este santuario de historia, espiritualidad y belleza atemporal.
Al caer la noche, bajo un cielo tachonado de estrellas, Montecassino permanecía en nuestro recuerdo como un faro, recordándonos que, incluso en medio de la adversidad, siempre hay lugar para la esperanza y la renovación.





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